Desde que el mundo es mundo, hay un rol maldito y necesario: el del consejero. Esa figura incómoda que acompaña al poder sin serlo. Que se acerca al fuego, pero no se quema—porque sabe que no le pertenece. Que no busca el aplauso ni el decreto: solo que alguien escuche antes de que sea tarde.

Séneca y Nerón

El sabio estoico se propuso formar a un emperador. Pero la filosofía, aunque noble, no hace milagros. Séneca predicaba templanza, y Nerón respondía con arpas y ejecuciones. Lo terminaron obligando al suicidio, en una escena tan teatral que el propio Nerón podría haberla escrito. El consejero muere como vivió: con dignidad. El tirano sobrevive como puede: acumulando cadáveres.

Solón y Creso

“Llama feliz a nadie hasta el final”, le advirtió Solón al rey más rico de su tiempo. Creso sonrió. Claro: los poderosos escuchan, pero no oyen. Años después, derrotado y encadenado, Creso murmuró el nombre del sabio. Algunos entienden la lección. Otros la entierran con ellos.

Natán y David

El rey había robado la esposa de otro y ordenado su muerte. Dios callaba. El palacio callaba. Solo Natán habló. No gritó: narró. Usó una parábola como espejo, y David—milagrosamente—se vio. Fue un triunfo ético: breve, solitario, inolvidable. El poder, al menos una vez, supo avergonzarse.

Sócrates y Alcibíades

El filósofo más famoso de la historia dedicó años a educar a un joven brillante. Pero Alcibíades era ambición pura: un fuego que ni la razón pudo contener. Traicionó a Atenas, a Esparta y hasta a sí mismo. Sócrates fue condenado por corromper a la juventud. Alcibíades probó que, en realidad, la juventud ya venía fallada.

Platón en Siracusa

Tres viajes hizo Platón a la corte de Dionisio II. Tres veces creyó que el poder podía filosofar. Tres veces volvió humillado. Lo que Platón aprendió no fue la política: fue la imposibilidad de educar a quien no quiere aprender. El tirano lo liberó por respeto. O por tedio. El resultado fue el mismo.

Tomás Moro y Enrique VIII

Humanista, jurista, cristiano firme, Moro fue durante años el cerebro tras la corona. Hasta que el rey decidió ser Papa de sí mismo y le pidió a Moro que lo aplaudiera. Moro eligió callar. Pero en la corte del ego absoluto, el silencio también es traición. Lo condenaron por lo que no dijo. Y lo decapitaron con todo el boato que merece quien piensa más de la cuenta. Su última lealtad fue a su conciencia, no a su rey. Lo paradójico es que Enrique VIII terminó solo, obeso, paranoico y sin herederos varones. Pero al menos nadie le discutía.

Estos no son apenas episodios del pasado. Son espejos crueles del presente. Porque el poder cambia de trajes, pero no de alma. Siempre hay un sabio que incomoda, un líder que se cree inmortal y un final que llega antes de que alguien diga “te lo advertí”.

El ego del poderoso —hinchado por el aplauso, blindado por la vanidad, sedado por la adulación— suele tener una alergia incurable: la crítica. Pero el asesor que vale no es el que halaga. Es el que previene. El que frena. El que, en lugar de sostener el espejo del narcisismo, muestra el del futuro.

Y sin embargo, hay un personaje que sí prospera. Que nunca cae en desgracia. Que se desliza entre gobiernos, atraviesa ideologías y se adapta como un virus. El adulador.

El adulador sobrevive a todo. A la derrota, al escándalo, al cambio de régimen. Cambia de oficina como de corbata. Dice “sí, señor” con la misma sonrisa para un rey, un CEO o un influencer. No tiene principios: tiene habilidades blandas. No ofrece visión: ofrece confort. Y lo peor de todo… es que funciona.

Las organizaciones no se arruinan solo por falta de liderazgo. Muchas se pudren por exceso de aplausos.

Y sin embargo, cada tanto, un líder escucha. Uno solo. En una generación, con suerte dos. Escucha a tiempo. Tolera el desacuerdo. No necesita espejos que lo reflejen agrandado, sino ventanas que le muestren el mundo. A ese líder se lo recuerda no por su carisma, sino por su lucidez. No por la pompa, sino por la humildad de haberse dejado corregir.

Los demás se rodean de sombras. De palmeros profesionales. De obedientes sin dignidad. De esa corte silenciosa que asiente mientras el barco se hunde. Porque, digámoslo: el adulador no es solo un problema ético. Es un problema estratégico. Lo peor que le puede pasar a un gobierno, a una empresa, a una vida, es tener razón… sin que nadie se anime a contradecirla.

Y ahí, en ese momento, cuando el poder se vuelve impermeable, el consejero sincero se vuelve peligroso. Porque es el único que no necesita nada. No ambiciona un cargo, no ruega una cuota, no pelea por pantalla. Solo quiere que las cosas salgan bien. Y eso, en estos tiempos, parece casi subversivo.

Por eso hay que cuidarlos. A los que dicen “no”. A los que piensan en voz alta. A los que traen preguntas en lugar de slogans. Son molestos, sí. Son incómodos. Pero son el único antídoto contra la decadencia organizada.

El resto… es orquesta del Titanic. En cada historia que termina en tragedia, hubo un consejo que no se quiso oír. En cada éxito que perdura, hubo alguien que dijo lo que nadie quería escuchar. El verdadero asesor no es quien acompaña al poder: es quien lo contiene.

Y si hace bien su trabajo, tarde o temprano… lo despiden. Salvo que el líder de turno comprenda que su verdadera trascendencia no se mide en aplausos obedientes, sino en haber sabido escuchar a tiempo a ese asesor incómodo que todos preferían callar.

Publicado por primera vez el 13/09/2025 en DataClave.